Coleccionar espíritu
Las cosas son concreciones: de aquello que es relevante, de los anhelos humanos cotidianos o excepcionales, de aquellas actividades que realizamos a lo largo de la vida, para las cuales o por las cuales fueron hechas, y también del tiempo en el que se materializan. Como amuletos, las cosas tienen el poder de encerrar dentro de sí conceptos intangibles que nos rodean y persiguen para transformarse en representaciones físicas que son útiles y prácticas, con las cuales facilitamos nuestra vida y suavizamos el mundo que nos sostiene.
Todas las cosas sirven a un propósito, por evidente que esto suene, porque si no lo hicieran no valdría la pena crearlas. Algunas veces este propósito es práctico y utilitario, otras tantas es más simbólico y emocional, pero en cualquiera de los casos, los objetos provienen de nuestra propia humanidad que les da forma y sentido, y responden también a esa ella. Esta cualidad humana se gesta en lo colectivo y en lo individual. Desde las sociedades de las que formamos parte, nuestras familias y amigos, nuestros gremios o nuestras ciudades, pero también desde lo que para nosotros resulta relevante en circunstancias específicas, si bien esto sea la practicidad de un martillo o el ritualismo de un apagavelas.
Cada cosa es un cúmulo de valores manifestados en un objeto físico y, quizá más importante, manifestados en un tiempo y espacio específicos. Por ello es que una cuchara medieval y una actual no presentan las mismas características, como tampoco lo hacen una japonesa y una occidental. Porque ambas son representaciones particulares del sistema particular de valores en el que fueron creadas, y porque las manos que articulan la primera no son las mismas que las que facilitan la creación de la segunda, y su concreción no proviene del mismo espíritu.
Los libreros son umbrales hacia un mundo no evidente. Uno que creamos para nosotros mismos aún con aquellos libros que nunca hemos abierto.
Hay arte en encontrar los ritmos en los objetos que son efímeros, aquellos que llegan y se irán con una buena plática.
Diseño y arte son formas de expresión que invariablemente nos regresan al mundo que nos cautiva.
Componer un espacio, un ambiente o una simple credenza, siempre se trata de entender las relaciones que objetos, piezas y materiales establecen entre ellos, y también con nosotros.
Ahí yace la particularidad de los objetos. Una que solo comprendemos a través del entendimiento, o quizá de la mera contemplación de los espíritus de los cuales proviene. Coleccionar objetos dista entonces del mero acto de acumular cosas; es coleccionar espíritu, valores, espacios y tiempos. Y coleccionar objetos de diseño es todavía más complejo porque esos valores y espíritus que les dan forma son elegidos de manera consciente por el diseñador o el artesano. Confeccionados voluntariamente desde la expresividad, el carácter y la técnica para satisfacer su propósito. Acotados en el tiempo y lugar específicos; sus características, los valores que en ellos imperan, la tecnología y las herramientas con las que se cuentan.
Y aunque el carácter de las cosas se suele dar de maneras espontáneas y naturales, diseñar implica ser consciente de ese carácter y lo que éste evocará y propiciará una vez completo, como una silla que trasciende su cualidad de objeto para convertirse en un lugar para leer, para conversar o quizá solo para tomar el café, ese que religiosamente sucede a una hora específica.
Por eso coleccionamos diseño, porque más allá del valor extrínseco de las cosas, o incluso de su valor propio e inherente y del esfuerzo de fabricarlo, algo hay en el carácter de los objetos diseñados que nos conmueve, nos excita o nos apacigua. Que nos conecta con nuestro lado más profundamente humano porque provienen éstos a su vez de la profundidad humana de otras personas, y quizá de otros tiempos y lugares. Y encontramos esa profundidad extrañamente cercana y familiar.
Tomamos estos objetos, los volvemos nuestros a través de ese proceso de conexión, depositamos en ellos algo intangible de nosotros, y los instalamos dentro de nuestras atmósferas o rutinas, para mejorarlas, suavizarlas, hacerlas más nuestras.
Narrativa para Kenya Rodríguez por Rodrigo Carreón U.
Coleccionar espíritu
Las cosas son concreciones: de aquello que es relevante, de los anhelos humanos cotidianos o excepcionales, de aquellas actividades que realizamos a lo largo de la vida, para las cuales o por las cuales fueron hechas, y también del tiempo en el que se materializan. Como amuletos, las cosas tienen el poder de encerrar dentro de sí conceptos intangibles que nos rodean y persiguen para transformarse en representaciones físicas que son útiles y prácticas, con las cuales facilitamos nuestra vida y suavizamos el mundo que nos sostiene.
Todas las cosas sirven a un propósito, por evidente que esto suene, porque si no lo hicieran no valdría la pena crearlas. Algunas veces este propósito es práctico y utilitario, otras tantas es más simbólico y emocional, pero en cualquiera de los casos, los objetos provienen de nuestra propia humanidad que les da forma y sentido, y responden también a esa ella. Esta cualidad humana se gesta en lo colectivo y en lo individual. Desde las sociedades de las que formamos parte, nuestras familias y amigos, nuestros gremios o nuestras ciudades, pero también desde lo que para nosotros resulta relevante en circunstancias específicas, si bien esto sea la practicidad de un martillo o el ritualismo de un apagavelas.
Cada cosa es un cúmulo de valores manifestados en un objeto físico y, quizá más importante, manifestados en un tiempo y espacio específicos. Por ello es que una cuchara medieval y una actual no presentan las mismas características, como tampoco lo hacen una japonesa y una occidental. Porque ambas son representaciones particulares del sistema particular de valores en el que fueron creadas, y porque las manos que articulan la primera no son las mismas que las que facilitan la creación de la segunda, y su concreción no proviene del mismo espíritu.
Los libreros son umbrales hacia un mundo no evidente. Uno que creamos para nosotros mismos aún con aquellos libros que nunca hemos abierto.
Hay arte en encontrar los ritmos en los objetos que son efímeros, aquellos que llegan y se irán con una buena plática.
Diseño y arte son formas de expresión que invariablemente nos regresan al mundo que nos cautiva.
Componer un espacio, un ambiente o una simple credenza, siempre se trata de entender las relaciones que objetos, piezas y materiales establecen entre ellos, y también con nosotros.
Ahí yace la particularidad de los objetos. Una que solo comprendemos a través del entendimiento, o quizá de la mera contemplación de los espíritus de los cuales proviene. Coleccionar objetos dista entonces del mero acto de acumular cosas; es coleccionar espíritu, valores, espacios y tiempos. Y coleccionar objetos de diseño es todavía más complejo porque esos valores y espíritus que les dan forma son elegidos de manera consciente por el diseñador o el artesano. Confeccionados voluntariamente desde la expresividad, el carácter y la técnica para satisfacer su propósito. Acotados en el tiempo y lugar específicos; sus características, los valores que en ellos imperan, la tecnología y las herramientas con las que se cuentan.
Y aunque el carácter de las cosas se suele dar de maneras espontáneas y naturales, diseñar implica ser consciente de ese carácter y lo que éste evocará y propiciará una vez completo, como una silla que trasciende su cualidad de objeto para convertirse en un lugar para leer, para conversar o quizá solo para tomar el café, ese que religiosamente sucede a una hora específica.
Por eso coleccionamos diseño, porque más allá del valor extrínseco de las cosas, o incluso de su valor propio e inherente y del esfuerzo de fabricarlo, algo hay en el carácter de los objetos diseñados que nos conmueve, nos excita o nos apacigua. Que nos conecta con nuestro lado más profundamente humano porque provienen éstos a su vez de la profundidad humana de otras personas, y quizá de otros tiempos y lugares. Y encontramos esa profundidad extrañamente cercana y familiar.
Tomamos estos objetos, los volvemos nuestros a través de ese proceso de conexión, depositamos en ellos algo intangible de nosotros, y los instalamos dentro de nuestras atmósferas o rutinas, para mejorarlas, suavizarlas, hacerlas más nuestras.
Narrativa para Kenya Rodríguez por Rodrigo Carreón U.